La Corona de los Andes
Lo prometido es deuda: cuando hablamos de las esmeraldas os había dicho que me reservaba una historia fascinante relacionada con ellas y hoy os la voy a contar. Parece el guión de una película, con piratas y todo, y aunque hay parte de leyenda, los sucesos importantes son reales. Para situarnos tendremos que irnos a Colombia, la tierra de las esmeraldas por excelencia y en concreto, iremos a una preciosa villa colonial llamada Popayán, ubicada en un valle de los Andes.
Nuestra historia comienza en el año 1554 aproximadamente, cuando un brote de peste bubónica y viruela (menuda combinación) asolaba la América Colonial, dejando a su paso miles de muertos en Brasil, Perú y Quito. Las enfermedades avanzaban y los pobladores de Popayán estaban aterrorizados ante la inminente llegada de estas plagas, pero entonces el Arzobispo puso a la ciudad en cuarentena y conminó a los habitantes a rezar a la Virgen de La Asunción. Los ruegos o la cuarentena, cada cual que piense lo que quiera , funcionaron y Popayán esquivó las enfermedades entre el júbilo de la población. En agradecimiento se propuso hacer una colecta para hacer una corona a la Virgen, su salvadora, y todo el mundo puso lo que pudo. Entre la gente de buena posición, descendientes de la nobleza española que se asentaron en el territorio tras la conquista, había muchos que tenían esmeraldas, algunas muy antiguas. El arzobispo dejó muy claro que tenía que ser la corona más grandiosa hecha nunca, ya que no podía ser que ningún rey sobre la tierra, tuviese una corona mejor que la reina de los Cielos.
Se trajeron a varios orfebres españoles de gran reputación que se pasaron cinco años trabajando en ella, realizando una impresionante corona de oro y esmeraldas: dos quilos y medio de oro repujado a mano con una gran delicadeza y 453 esmeraldas de altísima calidad con un peso de 1500 quilates en total. Según se cree, la de mayor tamaño procedía del collar que Pizarro arrebató al inca Atahualpa, el que fue el último emperador de los Incas. Llaman la atención las que cuelgan en el interior de los radios de la corona: 17 esmeraldas talladas como lágrimas de una belleza asombrosa, dispuestas en la que se considera la pieza más bella de orfebrería colonial de todos los tiempos.
El 8 de agosto de 1599, con la figura de la Virgen a lomos de un caballo blanco, el pueblo pudo contemplar la corona. En lo sucesivo, cada año la sacarían en procesión y mientras tanto, la corona estaría a recaudo de las gentes importantes de la cofradía. Pero los problemas no tardaron en llegar: la existencia de semejante pieza corrió como la pólvora y aquellos eran tiempos muy duros e inseguros. Bandidos y ladrones la acechaban. Un pirata inglés, al acabar un día de procesión, consiguió robarla. Ya se daba por perdida, pero las gentes de Popayán lo persiguieron armados hasta los dientes hasta llegar a alta mar y tras una encarnizada lucha, consiguieron recuperarla. Hay que decir que, por lo visto, el pirata no estaba en condiciones de luchar mucho, porque ya había empezado a celebrar su éxito y ya sabemos cómo se le iba la mano con el ron a los piratas.
En adelante, para protegerla, dividieron la corona en tres partes que distintos cofrades guardaban por separado, de manera que uno nunca sabía donde la había escondido el otro. Luego, durante las fiestas, se unían los trozos para la celebración, y al acabar ésta, se volvía a realizar la misma operación. Gracias a esta artimaña de la cofradía, la Corona de los Andes ha sobrevivido hasta nuestros días, aunque ya no esté en Popayán.
Porque muchos siglos después, sería la codicia interna, y no la de los ladrones, lo que haría que la ciudad perdiera la corona. Algunos de los descendientes de aquellas gentes que con tanto valor la defendieron, no sentían el mismo apego por ella. Tras cuatrocientos años, el sentimiento de ser custodios de un bien común que era el símbolo de la ciudad, se fue difuminando y a principios del siglo XX, algunos cofrades pensaron que venderla sería una interesante idea, interesante para ellos, por lo que se vio. Así que, en connivencia con el obispo, pidieron permiso al Papa Pio X para iniciar los trámites, con el pretexto de que se necesitaba el dinero para construir un orfanato y un asilo.
No les era fácil encontrar un comprador, pero en 1916 encontraron a alguien interesado y dispuesto a pagar bien: el zar Nicolás II de Rusia. En la familia real rusa siempre habían sido unos locos por el lujo y las joyas: otro día os hablaré de Catalina la Grande y su impresionante colección. Sin embargo, la venta de la corona al zar no pudo realizarse a causa del estallido de la Revolución Rusa, en la que fue ejecutado. Varios años después, fue comprada por el empresario estadounidense Warren J. Pipper por 125000 dólares. Hubo denuncias, protestas, abogados...pero los de Popayán se quedaron sin su corona y encima, el orfanato y el asilo no fueron construidos nunca, aunque si se construyó un nuevo edificio del arzobispado.
Pipper dijo en su momento que iba a desguazarla y vender las piedras por separado, pero por suerte no lo hizo y la corona apareció intermitentemente en algunas exposiciones e incluso, para promocionar la presentación de un nuevo modelo Chevrolet en Chicago. Recientemente ha vuelto a estar de actualidad, ya que en 2016 fue presentada como la última adquisición del MET, el Museo de Arte Metropolitano de Nueva York, que es donde hoy en día se puede contemplar esta maravillosa pieza. Al pueblo de Popayán y al gobierno de Colombia les gustaría recuperarla, pero me imagino que los del MET no la soltarán fácilmente, ya que está valorada en 2,5 millones de dolares. Ojalá algún día pueda volver a estar en su sitio.
Y me despido por hoy compartiendo con vosotros, en absoluta primicia, uno de mis últimos diseños con esmeraldas : se trata de una anillo de oro de 18k hecho a mano, con tres esmeraldas colombianas muy bonitas en talla octógono, acompañadas de tres brillantes.
La montura, de líneas muy arquitectónicas, permite el paso de la luz a través de las piedras en todas las direcciones, aumentando su belleza. Quise crear una pieza de diseño arriesgado para unas piedras que, en principio, parece que piden una montura clásica. Sin embargo, y perdonad que me elogie un poco, creo que es precisamente ese contraste donde reside el acierto del diseño. Ya me contaréis si os gusta!
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